“Esnobismo en la cocina”. José Antonio Constenla

22 Maio 2023

De un tiempo a esta parte ha surgido una amenaza que acecha sigilosa cuando decides salir a cenar fuera: soportar el esnobismo de los locales de moda. Al entrar, te encontrarás con que a menudo, las mesas están tan pegadas que acabas enterándote de la vida de los que ocupan la mesa de al lado. Esta será una mesa corrida y tal vez tendrá taburetes y platos de diseño. Los camareros con camisetas, tatuajes y aretes en la nariz, se dirigirá a los comensales con un “chicos”, aunque todos sean un grupo de puretas cincuentones.
Los cocineros-chef, elevados al rango de rock stars, en algún momento saldrán a saludar, obligando a los comensales a poner cara de interés ante unas explicaciones que no entienden y que además les dan igual, porque lo que pretenden es seguir cenando en paz. Asimismo, es probable que de fondo suene música, cuyas notas obligarán a los comensales a comunicarse a grito pelado.
En esta línea, leo con perplejidad, que se ha abierto en Londres la primera coctelería especializada en agua. Aunque la noticia no es nueva, porque ya en Nueva York existe, “The Molecule Project”, un bar que vende agua del grifo filtrada a dos dólares y medio la botella.
El diccionario de María Moliner dice que gourmet es aquella “persona de paladar exquisito que sabe apreciar la buena cocina”, de done se deduce que gourmand es la “persona aficionada a comer bien”.
Me parece muy bien que la gente quiera disfrutar de sus sentidos y esté dispuesta a valorar los locales gourmet y pagar un extra por la calidad del producto y el esfuerzo por hacer platos, no solo ricos, sino bien presentados.
Pero no hay que olvidar tampoco que la gourmetización también es una estrategia de marketing que las compañías usan. Reinventar su marca les ayuda a llegar a un nuevo público, tomar fuerzas en el mercado o diferenciarse de la competencia.
Siempre ha habido gastrónomos pero eran otra cosa. Viajaban en busca de las grandes mesas del mundo (Bocusse, Troisgros o Arzak) pero también de las pequeñas. Tenían una obsesión íntima, privada, o compartida, a lo sumo, con amigos. El suyo era amor al placer de comer, en el sentido más amplio de la
expresión (amor a los alimentos, a la cocina, la cultura, el servicio y el talento), sin elitismos torpes.
Sin embargo, en algún momento se desató la locura con la nueva hornada de chefs y comenzó esa estúpida carrera por ser la próxima figura mediática, por tener influencia y todos empezamos a normalizar la importancia de los cocineros en la sociedad. Ya no eran cocineros sino chefs. Chefs con
congresos, convenciones y premios.
Fernando Savater afirma que: en este mundo de gastrolatría el placer de comer se ha tornado en una especie de religión, de arte, de algo sublime, de manera que toda la cursilería de la vida se proyecta en un plato de sopa. Es una especie entonces de idolatría esnob, con la que muchos incluso se reivindican
como gastrólatras.
De ese cultivo nació el personaje más repelente de la historia de la gastronomía: el foodie, el cursi que quiere el menú firmado del chef estrella, pero no sabe qué está comiendo. Más pendiente del Instagram y el Twitter que de lo que tiene en el plato.
Con la gourmetización del pan o del agua, que será lo siguiente que llegue, ¿Gourmetización del aire que se respira en los restaurantes con estrella Michelin?

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