La ministra Margarita Robles, tras visitar varias localidades en Valencia para comprobar los trabajos del Ejército en la zona cero de la DANA, mantuvo un enfrentamiento con varios vecinos que le reprochaban que no se realizasen diversas tareas. Hasta aquí nada nuevo. El problema surge con su acida respuesta: “Yo no tengo la culpa”. Las críticas no se han hecho esperar al viralizarse el vídeo con el tenso cara a cara, y la han tachado de “falta de empatía, compresión y solidaridad” y de que su comportamiento “puede ahondar más en el distanciamiento entre las instituciones y la ciudadanía”.
La cultura política española es defectuosa cuando se analiza el hacer de sus agentes y sus consecuencias. Una sociedad democrática construida sobre determinados valores, entre los que no puede olvidarse el de ejemplaridad, debería exigir que ciertos comportamientos no quedasen sin respuesta. Pero pocos países muestran tanta resistencia a la asunción de responsabilidades como el nuestro.
Una viñeta de Máximo en los años 90 en el diario El País, que conserva plena vigencia se preguntaba: “¿Qué hemos hecho los españoles para merecernos esto?” respondiendo su interlocutor, “Nada. Y por eso nos lo merecemos”.
Siguiendo lo expresado por Máximo, no puede negarse lo obvio: algunos se habrán cruzado de brazos; algunos habrán incurrido en injustas generalizaciones; algunos se habrán rasgado las vestiduras de forma sectaria y maniquea… Cada cual tendrá que responsabilizarse de lo que le corresponda, pero en conjunto, como sociedad, todos tenemos alguna responsabilidad, al menos por no protestar o actuar cuando corresponde.
Criticar a los políticos es un antiguo y saludable ejercicio, pero escudarse en las prejuiciosas naderías de que “todos son iguales”, y engañarse con esas demagógicas proclamas de que “el pueblo nunca se equivoca”, sirve para todo… menos para corregir lo corregible.
La lógica que se ha impuesto en la política española, es un ejemplo de lo que Max Weber describía como “ética de las convicciones”. El efecto principal de esto es que los actores se exoneran a sí mismos de las consecuencias de sus acciones, es decir, se convierten en irresponsables. A dónde o a quién se traslade la responsabilidad no es importante: las consecuencias se atribuirán a circunstancias más allá del control de uno, a la mala fortuna o a la perversidad de los demás. ¿Les suena esto?
Rotos los eslabones del razonamiento causal y sustituidos por un pensamiento doctrinal o ideológico, no hay posibilidad de reconstruir una cadena de actuaciones donde causas y consecuencias estén atadas unas a otras. ¿Cómo va a ser responsabilidad mía si yo en todo momento he obrado correctamente de acuerdo con mis convicciones más profundas y auténticas? ¿Cómo puede estar mal ser coherente? ¿Pero si eso no es una competencia mía?, se pregunta perplejo aquel que es cuestionado por su proceder. De nuevo estas podrían ser palabras del presidente del Gobierno o de cualquiera de sus ministros.
Frente a los dirigentes políticos que prescinden deliberadamente del valor de la responsabilidad, el ideal del gobernante responsable es el que, con o sin conocimiento específico de un asunto de gobierno, es capaz de encargarse del mismo y de asumir los resultados. Y llegado el momento, aprender a asumir responsabilidad sin excusas.