“Oporto”. Alberto Barciela

20 Abril 2024

Oporto puede seguirse en el sentido serpenteante de un río, o en la vertical de un océano, ascenderse o descenderse por meandros encajados en calles que a veces semejan acantilados, que siempre se precipitan hacia agua, una urbe universal cerca del tiempo que le tocó vivir y, al tiempo, espejada en un historia rica que preludia un porvenir cierto, que invita a vivir el momento, a eclosionar instantes de sorprendente frescura vanguardista.

La ciudad, como sus tranvías, semeja un vaivén, un ir y venir trasegado de sus propios saberes, trufado de sus instintos, permeable a las nuevas tendencias. Admirada sí, nada se detiene en una oferta amable, atenta a ofrecer lo mejor de sí misma, de sus audacias urbanas con sus encorsetamientos. Su afán aparenta siempre coqueto. Su feminidad delicada se muestra al curioso, ciudadano o visitante, con el sabor de la sorpresa permanente: un escaparate, un personaje, una música, una perspectiva… La retina se entusiasma, aquí, allí, allá, siempre hay hacia donde ir, sin temor a perderse… Y los olores se imponen como aromas de oriente. En este lugar, aroma de panadería recién horneada; allá, a café tostado; acullá, los aportes marinos, salitrosos, de la brisa refrescante; siempre, en todo lugar, la oportunidad de la esencia de un vino Douro o de un Oporto servidos en una mesa soleada, mientras se lee un periódico o un revista local, en una bodega, en un paseo por el Duero, en una plaza, en los jardines de la Fundación Serralves o desde la confrontada Maia. Todo adquiere dimensiones humanas, abarcables, entendibles, admirables, Oporto es el patio de butacas de sí misma, una ciudad que se abalcona para admirarse espejada, espectacular.

La mítica portuaria es realidad, la propia magia de la urbe lo es, lo son los puentes de sobrecogedora factura eiffeliana o la pericia de los ingenieros locales -solo comparables en excelencia a sus arquitectos-, los paseos, los parques, los edificios -como el Palacio de la Bolsa, los hoteles antiguos-, los campanarios -la Torre de los Clérigos-, sus comercios, librerías -como la Lelo- y salas de arte, sus museos, sus teatros, el propio coqueto aeropuerto, el mejor comunicado -ya llegará el Metro-… Lo Barroco aquí, lo Neoclásico allá, la vanguardia que acecha… Oporto se sabe a sí misma, se gusta y se saborea muy en especial en tranvía o a pie… reclama en todo momento tránsitos lentos, pausados, como ritmos dieciochescos, románticos porque uno se enamora de cada rincón, y admite sentarse con gusto en sus parques a charlar con sus amables ciudadanos.

Nada inoportuna, todo aquí es admirable, una suma positiva que se extiende, se replica y se renueva. Lo hacen sus artísticos azulejos esmaltados, intrincados en geometrías inverosímiles, variadas en mil contrastes entre blancos, azules, amarillos, verdes, rojos, naranjas… cerámicas que cuentan historias religiosas, mitológicas… escalan y enriquecen, resultan brillantes ornamentos al fin, como la luz atlántica, yodada, que se impone en el horizonte predispuesto a puestas de sol fulgurantes, únicas. Lo hacen sus arrabales portuarios. Lo hacen sus calles estrechas de adoquín. Lo hace la admirada literatura que narra la urbe como un cuento interminable, siempre, añado yo, con final feliz en un buen restaurante, degustando un caldo verde, un bacalao a las mil maneras -broa, ze do pipo, en bolinhas..-, unas sardinas asadas, una francesinha o una carne a la brasa y, para culminar, un pastel de nata. Hay que brindar por la vida, vuelta al vino dulce, al mejor del mundo como bien saben los ingleses.

“Oporto es como un poema de amor en cada esquina, un susurro de historia en cada callejón”, Pablo Neruda lo cantó así al mundo sensible a los que saben admirar lo bueno y bello que una ciudad varada sobre tierras fértiles, anclada al final de un río hermoso, en el inicio de todos los horizontes, ha sabido convertirse tras la revolución de los Claveles en una prima donna mundial.

Alberto Barciela
Periodista

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