“No empiecen a leer si creen que estas líneas son las del comienzo de una historia. Este no es el comienzo de tal cosa. Tampoco lo es de unas memorias. Ni siquiera es una evocación. Estas líneas tratan tan solo de una brisa que pasa.
Las brisas pasan. Se suceden unas a otras. Van y vienen a lo largo de un corto recorrido, giran, se envuelven y revuelven en sí mismas y luego, se desvanecen. Lo hacen de forma súbita, inesperada, tal y como se extingue el sollozo de un niño cuando nadie se lo espera. En ocasiones, las brisas forman un pequeño remolino que levanta las hojas del otoño, las hace girar y las deposita a pocos metros, en el mismo jardín, no lejos de donde estaban. Las brisas apenas cambian nada. Solo se cambian a sí mismas. Solo remueven las hojas del pasado. En eso se entretienen. Las hojas siempre son las mismas Este es el resumen del paso breve de una brisa”
En ese preámbulo encuentran el preludio exacto y hermoso de una obra hermosa y exacta de Alfredo Conde, recién recibido los premios Puro Cora y Álvaro Cunqueiro. En esas palabras se esconde la fórmula, el abracadabra, de varias tormentas vitales que adquirirán la hermosura sencilla de simples brisas literarias, parábolas de vida, metáforas elevadas, significados pormenores contextualizados en historias cerradas como inevitables círculos vitales condicionados por lo inesperado.
La novela la ha escrito un marino que es escritor, o un escritor que ha sido navegante, en todo caso es obra de un ser humano vagante y culto, viajado, acostumbrado, cómo no, a protagonizar en primera persona sus propias vivencias, pero también entrenado para escuchar y tratar de entender, para persuadirse de que en la historia de los demás hay mucho de la propia y que, en ausencia de ecos, en la propia soledad vital inescogida, está la conciencia misma, lo que emite ese diapasón que sitúa a uno en sus circunstancias, justo antes del naufragio. A veces, incluso lo hace sin posicionarse en un lugar definido, o sin otro destino más cierto que el natural de la extinción, lo que provoca incertidumbres y hasta miedos siderales.
Ser espectador atento crea sus barullos, ser protagonista agarrota todavía más los nudos gordianos, lo que en definitiva supone aceptar ser amenazado de finitud. Eso nos instala en verdad en un lugar indefinido en el cosmos, lo que exige una perspectiva a todas luces inútil, al menos para un sextante especializado en horizontes humanos, alejados de la creatividad de un autor. Y un creador literario, por mucho que se disfrace, ha de saber ser todos sus personajes, conocer sus afanes, esbozar sus ambiciones y ambigüedades, delimitar sus pecados y acotar sus tiempos.
Quizás Ruidos de Fondo no sea un libro de estruendos, pero en su desarrollo resuenan los fragores de vidas con silencios y estrépitos, es posible que insignificantes para aquellos que no los protagonizaron, a veces lo será incluso para los mismos protagonistas, y con seguridad resultarán indiferentes para quienes sean capaces de entenderlos como un conjunto. Este último agruopa a seres coincidentes en los pormenores de unos infartados, que no escogen ni el momento ni la edad de enfermar, pero que encuentran un punto de partida común, un instante de encuentro de humanos que en ningún momento parecerían estar llamados a coincidir más allá de una sala de espera o rehabilitación de un hospital, y que forjan una amistad prolongada sin emoción, casi exigida como sistema de egoísta autosuficiencia.
Al fondo, desdibujados, se sitúan los personajes secundarios, casi imperceptibles, que parecen representar la normalidad: médicos, enfermeras, recuperadores, monjas pecadoras o devotas… todos forman parte del elenco en el que el único que importa es el protagonista (alter ego del autor), un hombre enfermo que encara sus últimos años una mezcla de resignación, escepticismos, desvalimiento y humor, y que revisa su vida anterior como un preludio casi innecesario y en apariencia insatisfactorio, dispuesto a entenderse a sí mismo, perdonarse y disculpar incluso a aquellos que nada o casi nada han tenido que ver consigo mismo.
Alberto Barciela
Periodista