
El progresismo deshoja la margarita de su supervivencia en todo el mundo. Contemplamos su pérdida aplastante en EE.UU., en Italia, Austria, Países Bajos, Alemania y también Francia y Reino Unido están al borde del cambio político.
Desde los años 90 del siglo pasado, la izquierda global encontró en la corrección política, la agenda 2030, el movimiento woke o como se prefiera llamarlo, un modo camuflado de insistir en su vieja hoja de ruta, presentándola bajo el atractivo disfraz del bienquerido “progresismo”. Etiqueta del establishment político y categoría moral usada para bendecir a unos y demonizar otros.
Su visión perversa y neomaltusiana se cernió sobre Occidente: menos hijos, más aborto, políticas de género promocionando a los movimientos LGTB y la transexualidad, feminismo salvaje para dividir al hombre y a la mujer, destrucción de la familia. Todo con el fin de diluir la cultura cristiana que consolida de forma solidaria a los pueblos, incitando a la sustitución de un estilo de vida asentado a lo largo de siglos de convivencia.
Al final han saturado el sentido común de las personas, incluso de los que pensaban antes como ellos. Se ha empobrecido a las sociedades ricas dinamitando a la clase media con una presión fiscal opresiva. La intervención constante en el ámbito laboral, social y familiar, ha hecho de la vida algo desesperante.
El activismo ambientalista añadió una simpática pátina de ingenuidad al histórico anticapitalismo de las élites académicas y culturales. El multiculturalismo promovió un tipo de inmigración sin planificación ni criterio o, peor aún, encubriendo la formación de masas que apoyaban los proyectos antioccidentales de la izquierda. Asimismo, la lucha contra la desinformación y las fake news sirvió como pretexto para imponer la censura y limitar la libertad de expresión sin remordimientos.
Este experimento progresista resultó exitoso, permitiéndole a la nueva izquierda, recuperar una iniciativa política que había perdido con la caída del muro de Berlín, logrando imponer sus normas bajo la amenaza de cancelación de aquellos que manifestaban ideas contrarias al nuevo canon político.
El progresismo se enamoró tanto de sus palabras y discursos que terminó privilegiándolos sobre la realidad misma. Al final, el gen soviético resultó más difícil de ocultar de lo que parecía.
Pero la “La arrogancia letal”, como diría Hayek, símbolo del progresismo posmoderno, toca a su fin y los últimos meses han confirmado este cambio de tendencia, coronado por el triunfo de Donald Trump en las elecciones de EE.UU. y por la reciente dimisión de Justin Trudeau.
Justin Trudeau, el eterno niño bonito de la política mundial, convertido en un adolescente caprichoso, atrapado en el narcisismo de su personaje, representa como nadie al político liberal progresista agotado y fracasado. La dimisión del príncipe de los selfis y los discursos almibarados sobre el clima, la igualdad y la inclusión, tras años de promesas luminosas y resultados oscuros, deja un legado que bien podría resumirse en “mucha pose, pero poca sustancia”.
Su abandono de la política marca el naufragio definitivo de un barco que zarpó con banderas progresistas, pero encalló en los arrecifes de la realidad. El progresismo, convertido en un castillo de naipes ha empezado a caer sin remisión. ¡Feliz 2025!, porque promete.