Me gustaría escribir sobre otro tema, pero me siento inclinado a ello por la enorme tristeza por la desolación provocada por la DANA, en Valencia, pero también en Albacete, Cádiz, Huelva, Sevilla, Castellón…
Resulta difícil evitar pensar en lo que estamos viviendo. El dolor y la indignación son lo que está detrás del estallido de protestas con motivo de la visita de los Reyes (tras la que se parapetaba Pedro Sánchez verdadero destinatario de la algarabía). Pensar que un día sales de tu casa para ir a trabajar o a llevar a tus hijos al cole y de repente una riada evita que puedas volver con los tuyos, o que estos puedan hacerlo contigo; o que el fango te deje sin presente y con un futuro incierto, es algo que no puedo ni imaginar. Algunos dirán que es la vida que a veces adquiere tintes de realidad y crudeza insospechados.
Como en toda tragedia humana, estos días surgen conductas humanas contradictorias. Desde la movilización de miles de personas para ayudar a los damnificados, hasta actos tercermundistas de pillaje, mostrando lo contradictorio de la condición humana que oscila entre el bien y el mal. Pero creo que en esta batalla la solidaridad prevalece sobre el envilecimiento.
Las víctimas y los daños causados han sacudido dos profundas creencias del hombre contemporáneo occidental. Que los avances tecnológicos nos otorgan un control casi absoluto sobre la naturaleza; y que el Estado es el infalible benefactor del que siempre se puede esperar amparo y protección. Ambas se han demostrado erróneas.
Pero si es alarmante la previsión de un Estado en retirada, lo es más la constatación de uno fallido. El abandono de pueblos y barrios, con supervivientes a los que durante días nadie ha auxiliado, con personas todavía atrapadas en sus casas y sin posibilidad de acceder a agua y alimentos, es producto del colapso del Estado.
La intensidad de las lluvias en tan poco tiempo puede explicar algunos de los errores iniciales del Gobierno valenciano. Y si bien la tardanza en el envío de la alerta requiere aclaraciones, el caos y abandono de los valencianos y de su gobierno autonómico por parte del Gobierno central, exige responsabilidades al más alto nivel.
Se tenía que haber declarado el estado de alarma, lo que supondría un refuerzo notable de efectivos, el despliegue masivo de Fuerzas Armadas y de seguridad, y una dirección unificada y centralizada de las tareas de rescate, provisión de ayuda humanitaria y restablecimiento de servicios básicos.
En España somos tan solidarios como olvidadizos. Nos volcamos cuando se necesita, pero con el paso de los días el recuerdo de los sucedido se apaga, como ha ocurrido con los afectados por el volcán de La Palma o el terremoto de Lorca que años después siguen sin cobrar las indemnizaciones prometidas. En La Palma se construyeron barracones provisionales para alojar a las familias que habían perdido sus viviendas y dos años más tarde allí continúan muchas.
Tengo muchas dudas y más preguntas que respuestas sobre si estas hecatombes provocadas por la Naturaleza se pueden gobernar. Es probable que tengamos que insistir en la prevención, pero desde luego donde tenemos que mejorar es en la reacción cuando suceden estos fenómenos.
No es momento de señalar culpables ni de cruzarse reproches. Hoy toca respetar a los muertos y atender a las víctimas. Mañana será el momento para pedir responsabilidades políticas.