
Se cumplen diez años de la proclamación de Felipe VI como Rey de España tras la abdicación de su padre. El 19 de junio de 2014 el pueblo representado en las Cortes Generales le daba la bienvenida y el nuevo Rey se sometía formalmente a la soberanía del pueblo y se comprometía a defender “una monarquía renovada para un tiempo nuevo”. En este tiempo, hemos podido constatar que su discurso de entonces no fue un brindis al sol sino un compromiso que ha llevado a la práctica.
Lo demuestra el hecho de que tras diez años de vértigo, ha tenido que enfrentarse a diversos problemas y retos: una Corona dañada en su reputación, una crisis política, social y económica de envergadura y los pactos del presidente Sánchez que han dejado la gobernabilidad de España en manos de partidos independentistas.
Durante todo este tiempo, ha demostrado ser una persona conocedora de las circunstancias políticas de su tiempo, con altura de miras, visión de Estado y vocación de servicio público. De manera recurrente en sus discursos se ha referido a los jóvenes, consciente de que el futuro de la institución pasa por su capacidad de legitimarse ante las nuevas generaciones. Estos mensajes parecen haber calado en la opinión pública, ya que, según una encuesta de SocioMétrica para El Español, el 53,5% de los españoles valora “bien” o “muy bien” su reinado y le otorga una calificación de 6,8 sobre 10.
En cuanto al papel actual de la monarquía, se ha observado un interés por comprender cómo puede jugar un papel relevante y adaptarse a las demandas contemporáneas de una sociedad en evolución.
Buena parte de las mejores y más modernas democracias del mundo son monarquías parlamentarias, lo que ha llevado a la asociación de derechos humanos, Freedom House, a afirmar que es más probable que una democracia sea de calidad si es monarquía que si es república.
Se asegura con frecuencia que las monarquías tienen un alto coste presupuestario, pero los datos no avalan esa afirmación. Baste poner como ejemplo que la jefatura de Estado de Francia es 10 veces más cara que la Corona española, que cuenta con un presupuesto que apenas supera los 8 millones de euros.
El hecho de que el jefe del Estado sea hereditario, garantiza su independencia y al colocarse por encima de cualquier grupo, partido o territorio, se configura como el mejor y más eficiente símbolo de unidad.
Aunque a veces se discute la legitimidad de origen de la Corona, hay que afirmar con rotundidad que tiene la misma que tendría una república, pues ha sido votada y aceptada mayoritariamente en un referéndum constitucional. Los españoles tenemos monarquía porque así lo quisimos, no porque nadie nos lo impusiera, y tiene por tanto, la misma legitimidad que el Estado autonómico, el concierto vasco o navarro, o el plurilingüismo. Una pieza más de nuestro pacto político que, si se revisara, tendría que revisarse en su conjunto.
No es el sistema perfecto pero es el mejor posible. Así, mientras los políticos piensan siempre en las próximas elecciones, la Monarquía lo hace en las próximas generaciones. Asimismo, el Rey es el diputado de todos: los que votan a unos, los que votan a otros y los que no votan.
Cumplidos diez años de su coronación, lo que toca es defender al Rey, apoyarlo y desearle larga vida y fructífero mandato, en defensa propia y en beneficio de todos. Porque en su rectitud está la esperanza.