“La felicidad”. José Antonio Constenla

11 Decembro 2023

En este mundo tan dado a poner días, etiquetas y estadísticas a la vida, la
felicidad no podía ser menos y la Red de Soluciones para un Desarrollo
Sostenible, dependiente de Naciones Unidas, ha establecido una serie de
criterios que permiten medir si un país ofrece condiciones de felicidad a sus
ciudadanos. En el informe de 2019 los países nórdicos. Noruega, Dinamarca,
Islandia y Suiza, se sitúan en lo alto de la clasificación y España ocupa el
puesto número 30.
Pero una cosa son las condiciones objetivas y otra muy distinta la percepción
subjetiva. Aquí las estadísticas se complican. La sensación de felicidad no
siempre depende de la riqueza o de las condiciones materiales, aunque estas
son importantes para no sentirse infeliz. Por eso resulta chocante la enorme
distancia que hay entre la clasificación de Naciones Unidas y el resultado de la
encuesta WIN World Survey, realizada a 30.000 personas en más de 40
países. Ahí España ocupa el puesto número 13, por encima de Alemania (21),
Reino Unido (27) o Francia (35) y los países que encabezan la clasificación son
Filipinas y Ghana, donde más del 80% de los habitantes se declaran felices,
pese a que sus condiciones económicas y materiales, ni de lejos pueden
considerarse las más idóneas.
¿Qué es la felicidad? Pues se me ocurre responder lo que dice san Agustín
respecto al tiempo: si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien
me lo pregunta, no lo sé. La felicidad se parece a la salud: sabemos qué es
cuando estamos enfermos y la perdemos. Tal vez eso es lo que quería decir la
actriz francesa Edwige Feuillère, con su frase: “La felicidad consiste en tener
buena salud y mala memoria”. La felicidad no se gana, no se conquista, se
parece más a un premio, a un don, a un regalo. Por tanto, es siempre
inmerecida y llega, como decía Henrik Ibsen, “por caminos invisibles, a veces
cuando no se la aguarda”. Nos sale por tanto al paso y se queda con nosotros
si ella quiere. Un privilegio que nos otorga la vida.
En la hedonista cultura occidental conseguirla es un anhelo prioritario y tiende a
confundirse con la satisfacción inmediata de los deseos, donde ser feliz es un
imperativo, no importa la forma de conseguirlo y su búsqueda se ha convertido
en una especie de nueva tiranía, que no depende de las condiciones objetivas
sino de uno mismo. Por el contrario, algunos estudios académicos han llegado
a establecer que la felicidad se relaciona con los ingresos y que se acelera
cuando se superan los 100.000 dólares anuales.
Sea como fuere, en un mundo tan complejo y difícil parece casi una pretensión
utópica hablar de la felicidad, porque muchas veces el individuo no se plantea
este asunto, porque es frecuente que los grandes temas humanos se queden
en las orillas de los análisis de la realidad. Asimismo y pese a todo, parece que
es una vocación universal irrenunciable del ser humano. Una tendencia metida
en sus entrañas, un deseo profundo que arrastra y empuja en esa dirección.
Pero, ¿qué es la felicidad? Reanudando el debate entre Antígona y Creonte,
entre lo ideal y lo real, entre lo deseable y lo posible, tengo que decir que sigo

sin saberlo. Julián Marías, el filósofo de lo humano, la definió poéticamente
como un “regusto de eternidad” y yo creo que es una buena definición para una
palabra indefinible.

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