Volver a sentarse para escribir tras el parón perezoso del estío. Tan simple como eso; tan sencillo como encontrarse en una rama a un mirlo blanco o descifrar el sentido de la existencia. Llevo escribiendo cosas al azar durante toda mi vida por el mero hecho de que me encanta y porque tengo cierta capacidad para hacerlo, al menos en pequeñas dosis, pero en realidad soy un fraude. He intentado al menos cuatro veces ponerme con una novela y todas ellas he fracasado. Al principio me parecían ideas tan geniales como peregrinas, ( un alcalde con síndrome de Tourette; un chef de renombre que se topa con el fantasma de un fusilado; un director de hotel en horas bajas que frota una lámpara mágica…) pero llegando a la pagina cuarenta o cincuenta el sueño se tambaleaba y retorcía ante mis ojos; se quemaba a sí mismo hasta tornarse ceniza entre mis dedos, desapareciendo así toda la ilusión puesta en la historia y convirtiendo el relato en una nueva novela corta que no verá la luz nada más que para ir al registro, por si las moscas.
Y es que el ejercicio de escribir, aparte de algo de talento, requiere constancia y disciplina, así que no deja de tener cierta gracia que a este augusto emperador de la inconstancia le guste juntar letras de cuando en cuando.
Sentarse a escribir es un oficio que tiene sus herramientas y que, como todos los oficios, se puede hacer bien, mal o regular. Supongo que cualquier persona que es capaz de terminar un libro sueña con que tiene el próximo best seller internacional entre sus manos, pero intuyo también que después se percata de que, en realidad, entre esas cuatrocientas o quinientas páginas abundan la paja, los tópicos y un montón de adjetivos tan vacíos como las calorías de un donut.
Me decepciona profundamente ser consciente de mis limitaciones cuando repaso un texto y compruebo que no soy capaz de expresar mis ideas con la precisión que deseo. Es una decepción triste y resignada, como la de hacerse cada vez más mayor, que hay que aceptar pero también intentar mejorar a cada texto, porque a veces la belleza puede estar en la percepción y el gusto de quien lee. A saber la de libros magníficos que no han visto la luz en la historia y se han quedado en un baúl o un portafolios por el temor del autor a ser juzgado negativamente (casi le pasa a “la conjura de los necios” de Toole de no ser por su madre), aunque seguro que no serán tantos como los que no debieron haberla visto jamás.
Sí, acabo de ser cruel con un montón de autores. Quizá sea el resentimiento de quien no ha tenido la capacidad de terminar una historia que considere digna de ser leída por alguien. No se puede gustar a todo el mundo, pero para un servidor es imprescindible gustarse a sí mismo.
“25 abril III. Santarém”. Manuel Dominguez
Saímos de Lisboa e rumamos para o berço, a fonte, onde o destino fez chegar aqui onde a memória está presente. “Meus senhores, como todos sabemos, existem diferentes tipos de Estado. Os estados socialistas, os estados capitalistas e o estado a que nos referimos....