“Sospechoso Habitual:  El cínico y el tatuaje de los Phoskitos”. Estevo Silva

23 Maio 2023

      

    Supongo que muchas veces uno necesita reafirmarse, bien sea por redención, expiación o simple consuelo, en el enorme cúmulo de decisiones que ha tomado por fuerza mayor o por propia voluntad a lo largo de los años. Quien ahora escribe está en ese preciso momento de la vida en el cual, con cierta amargura, soy bastante consciente de las castañas que he ido recogiendo otoño tras otoño cuando compruebo, con obligada resignación, como las ocasiones en las que pienso como el clásico hombre de mediana edad son mucho más numerosas de las que desearía aquel chaval medio descerebrado que todavía ahora se agarra como una garrapata a mi interior. Hay quien a eso le llama madurar, pero yo creo que madurar es el eufemismo de empezar a morir de verdad.

Con su permiso y sin mas demora, pondré al arte del tatuaje como ejemplo del notable florecimiento de este pensamiento boomer que me acecha cada vez más.

En plena efervescencia juvenil, escogí como primera imprimación en mi dermis un pequeño dibujito de estilo tribal para el hombro derecho. De esto hace más de veinte años y en aquellos días jurásicos no había en el Barbanza la cantidad de estudios profesionales de calidad que hay ahora, así que me puse en manos de un colega que había comprado una máquina que, el muy cabrón, estaba convencido de que controlaba como si de una prolongación de sus extremidades se tratara. Gracias a la divina providencia y a la poca prudencia que conseguí reunir escogí un tatuaje pequeño, pues con aquella calcomanía de los Phoskitos di por comenzada y finalizada al mismo tiempo mi relación con las agujas que pintan la piel. Tras aquella experiencia decidí categóricamente que no me compensaba rebasar mi diminuto umbral del dolor a cambio de ese rollito cool que pretendía mi joven yo.

Este es uno de los múltiples ejemplos personales que poseo sobre lo que es una decisión a la fuerza pero, contra todo pronóstico, hoy estoy bastante agradecido. Y digo esto porque, de no haberme dolido tanto aquel primer intento, es más que probable que no hubiese parado de cubrir mi piel durante unos cuantos años hasta parecer un miembro de la Yakuza, de los Zetas o, peor todavía, un “cantante” de Reguetón.

Llámenme envidioso, y probablemente acertarán, pero ojalá tenga la suerte de vivir treinta o cuarenta años más para poder ver con malvado regocijo a lo que será un surtido maravilloso de señoras y señores aguardando su turno para las recetas en el centro de salud, luciendo grotescos y descoloridos mosaicos de todo tipo sobre sus cuerpos surcados por los años; el ambulatorio parecerá una suerte de cueva de Altamira viviente, con un interminable desfile de pieles colganderas de los brazos, repletas de dibujos tan difíciles de descifrar como la Piedra de Rosetta. Me imagino aguardando la cola de los análisis, intentando escudriñar de reojo los caracteres impresos en unas caras maltratadas por las arrugas y el paso inmisericorde del tiempo. Desde luego serán momentos pintorescos, pocas veces mejor dicho. Bueno, eso siendo optimista y contando con que sigamos teniendo Sanidad Pública, que ya es mucho contar en este país de gente más preocupada por la nieta de la Obregón que por el desmantelamiento de los servicios públicos.

Abreviando y terminando, desde luego tengo un buen número de malas decisiones por las que lamentarme a lo largo de mi vida; anécdotas que recuerdo meneando la cabeza con gesto de desaprobación o bochorno. Pero no haberme inyectado más tinta por pura cobardía, no será una de ellas.

Háganme caso, si tienen dinero suficiente, no duden ni por un instante en montar una clínica de borrado de tatuajes, ahí está el futuro de verdad y no en las malditas criptomonedas.   

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