
Hablar de la belleza del pensar no es una novedad, sino que se trata, por más sorprendente que nos pueda parecer, de uno de los tópicos más genuinos de nuestra tradición filosófica. El que piensa ama, y el que ama persigue el rastro de alguna forma de la belleza. De esta y del pensamiento pueden decirse muchas cosas, pero ninguna tan evocadora como lo que escribía Platón en su Teeteto: “El que piensa bellamente es una bella y excelente persona”. El pensamiento busca transformar el mundo y hacerlo más bello, mejor y más justo que el anterior al pensamiento.
En otro orden de cosas, para alcanzar el centro del pensamiento hay que hacer el mismo movimiento que Lidenbrock, el personaje de Julio Verne en “Viaje al centro de la Tierra”: profundizar. Pensar es emprender un camino tortuoso hacia lo profundo a través de la espesura, un movimiento que podemos
imaginar como una excavación o una indagación.
Los enemigos del pensamiento libre son muchos, pero quizás el más famoso, aunque no necesariamente el más temible, es el poder, que le impone límites, porque consentir su cuestionamiento es síntoma de debilidad. Reacciona a la palabra expresada porque esta delata un cauce de pensamiento que corre sin
su permiso y cuando detesta que se hable, lo que verdaderamente detesta es que se piense.
El miedo del poder al pensamiento libre explica el origen de la censura. J. M.
Coetzee en “Contra la censura”, afirma que la represión es más fuerte cuando el poder se siente más débil. En “El cero y el infinito”, Arthur Koestler cuenta la historia de Nikolái Rubashov, bolchevique y comisario del pueblo, que tras ser purgado por Stalin, es sometido a un interrogatorio que logra convencerlo de que piensa lo que no piensa. En el “Directorium inquisitorum”, manual práctico
para inquisidores del siglo XIV, el inquisidor general de Gerona Nicolau Eimeric explica como anular en el reo la capacidad de pensar. Todas estas obras tienen como conclusión que el poder se protege limitando la capacidad de razonamiento y análisis de las personas.
Un último enemigo del pensamiento libre somos nosotros mismos. Tocqueville afirmaba que la gente “teme al aislamiento más que al error”. Nuestras idea son a menudo reprimidas, no únicamente por pensar que pueden estar erradas, sino porque, como decía Molière, tememos ser tachados de ridículos. Así, Elisabeth Noelle-Neumann escribe en “La espiral del silencio” que todos poseemos la capacidad de detectar cuáles son las opiniones mayoritarias sobre asuntos controvertidos. Y dado que queremos formar parte de un grupo y ser aceptados, tenemos intuitivamente mucho cuidado con expresar lo que nos puede traer rechazo social. Esto ha aumentado con la llegada de las redes sociales.
En resumen, nada hay más molesto para el poder que la persona libre, máxime si está dotada de cierta cultura, entendiendo por ésta no la posesión de títulos académicos y universitarios, sino la cordura y la inteligencia natural, rasgos poco frecuentes. Es lo que Balmes presentó en “El criterio” que, aunque se asimiló al denominado “sentido común”, es en realidad mucho más que un método para acercarse a la verdad. Tener criterio, sentido común y buscar honradamente la verdad, es poco común como recoge el famoso dicho, pero hoy más que nunca necesario.