Hace más de dos mil años, Cicerón proclamó la necesidad de instruir a aquellos “que se imaginan que las virtudes guerreras son más apreciables que las que tienen por objeto la felicidad del Estado”. El escritor, orador y político romano se adelantaba, y es posible que superara en intuición, entendimiento, concreción y método, a cuantos desde entonces han pregonado la dicha de los ciudadanos como aspiración de la acción política, una quimera, a tenor de los resultados.
No han renunciado los servidores públicos a reflejar, incluso en los textos constitucionales, que la satisfacción espiritual de los seres racionales es o debe de ser el fin de su acción como legisladores. Así ha ocurrido de manera reiterada por siglos en las Cartas Magnas o en textos esenciales de, al menos, Estados Unidos, Francia, España, Colombia, Perú, Namibia, Chile, Argentina o Brasil.
Por significar un ejemplo próximo como referencia explícita y completa a la felicidad como objetivo de la política de gobierno, reflejo lo contenido en la primera Constitución española, la de Cádiz de 1812, en cuyo artículo 13, se dice: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Los eslabones hasta llegar a conclusión tan laudable del instruido liberalismo español se cruzan con los precedentes de la Declaración de Derechos de Virginia de 1776, prefacio de la actual Constitución de Estados Unidos, en la que se proclama: “Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato, cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad”.
También se debe aludir, por su relevancia e influencia, al pensamiento emanado de la Revolución Francesa, pues en el preámbulo de su Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada el 26 de agosto de 1789, se expresa que se debe recordar de manera permanente a los representantes del pueblo “sus derechos y sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo, pudiendo ser confrontados en todo momento con los fines de toda institución política, puedan ser más respetados; y para que las reclamaciones de los Ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”.
Dicen los expertos a los que he consultado, a ellos o en sus escritos, que la actual Constitución española, la de 1978, no cita exactamente la felicidad como derecho ciudadano o como aspiración de Gobierno. Afirman que quizás todo ello sea contenido implícitamente en el concepto de Estado Social, esa aspiración de igualdad, que quizás nos aproxime más a una entelequia electoral persuasiva que a ninguna dicha real.
Como ciudadano no especialista en leyes, concuerdo con las palabras de Ángel B. Gómez Puerto, abogado, profesor (PSI) de la Universidad de Córdoba, cuando señala que: “en nuestra actual Constitución -la española vigente- el derecho a la felicidad se conseguiría si se garantizan desde los servicios públicos cuestiones esenciales para la calidad de vida de los ciudadanos, que contribuyen de manera directa a la felicidad colectiva: educación, sanidad, vivienda, empleo, protección económica en situaciones de desempleo, medio ambiente, acceso a la cultura o protección de la infancia y la tercera edad, entre otros, todos ellos contenidos de un verdadero Estado del Bienestar”.
Hay cosas que no pueden ni tienen porque decretarse. En ese sentido, Gabriel García Márquez, contaba que en Varsovia, en otoño de 1955, en algunas esquinas había camiones del estado con altavoces descomunales que tocaban música popular a todo volumen, y en especial canciones latinoamericanas. Pero esa alegría oficial, impuesta por decreto, no se reflejaba en el ánimo de la gente. Como ejemplo opuesto, Gore Vidal, significaba que, en Afganistán los talibanes llegaron a prohibir las sonrisas. Nuestra Constitución obvia la literalidad de lo feliz pero respeta los principios para llegar a ella.
Quizás de manera sencilla, para entenderlo, sea necesario leer con serenidad a Cicerón y pensar en instruir a nuestros políticos en lo objetivos esenciales de su labor como responsables del bienestar común.
La felicidad de Estado, como la alegría, no se decretan, más entre todos sí podemos acrecentarlas y sonreír con la inocencia de los infantes, sí o sí. En la libertad que sí determina la Constitución de 1978, podemos lograrlo. Si lo hacemos quizás entonces estemos dispuestos a pagarles a los parlamentarios, con nuestros impuestos legales, unas copas en locales decentes, los de los juzgados son tragos más complejos y difíciles de digerir.