Lo último de Pedro Sánchez, convertido en agente propagandístico de Hamas,
es tachar a Israel de “Estado genocida”. Más allá del estruendo mediático, lo
preocupante no es tanto la acusación en sí, sino lo que representa, porque es
un gesto diplomático de enorme calado, con consecuencias prácticas y
simbólicas.
España ha pasado de actor prudente y moderado en la escena internacional a
defender una visión polarizada de los conflictos globales, con resultado de
pérdida de influencia y ruptura de alianzas estratégicas.
Con Israel mantenemos relaciones diplomáticas desde hace décadas y
tradicionalmente ha sido un socio relevante en cuestiones de seguridad,
tecnología e inteligencia. Por ello, ante las amenazas exteriores, despreciar
públicamente a un aliado que aporta conocimiento crucial para la protección de
nuestros intereses es algo irresponsable y peligroso.
La acusación de genocidio no es un simple exabrupto aislado, sino la
culminación de una deriva inquietante. Al principal agitador anti israelí de la UE,
lo que le gusta es hacer política con eslóganes sin contenido y dramatizaciones
sobreactuadas, para fidelizar a los convencidos y evitar que la opinión pública
se centre en la política doméstica.
Tengo pocas dudas de que su simpatía y preocupación por el pueblo palestino
es mera pantalla. Podría haber criticado la última ofensiva en Gaza, que afecta
a miles de civiles, pero prefiere hablar de “genocidio” por la carga simbólica y
emocional que supone para quien sufrió el Holocausto. Término que no ha
empleado con regímenes que sí lo han perpetrado como Turquía, o para
calificar la persecución y muerte de miles de cristianos en Somalia, Yemen,
Sudán o Nigeria.
A menudo se acusa a Israel de respuesta “desproporcionada” a los ataques del
7 de octubre. Sin embargo, ¿Qué debería hacer ante el asesinato, violación y
quema de bebés? ¿Violar, torturar, secuestrar y asesinar a inocentes en la
misma medida en que lo hizo Hamás?
¿Hay alguna forma de detener el derramamiento de sangre? El problema es
Hamas, una organización terrorista opuesta a la reconciliación entre israelíes y
palestinos, cuyo manifiesto fundacional exige el exterminio completo de los
judíos. Por tanto, adoptar una postura a favor de sus demandas, no es
defender a los palestinos, es defender su sumisión a un grupo terrorista.
Sea como fuere, la prioridad hoy debe ser detener las terribles escenas de
muerte, hambre y desolación que se viven en Gaza. Lo siguiente, negociar un
alto el fuego definitivo, liberar a los rehenes y abrir negociaciones de paz,
primero para desmilitarizar la zona y luego para crear una fórmula que permita
que palestinos e israelíes puedan vivir juntos en paz y seguridad.
A Sánchez hay que recordarle que con el Holocausto la humanidad tocó, en
palabras de Primo Levi, el fondo de la barbarie. Este también nos advierte:
“Para ti y para tus hijos, que las cenizas de Auschwitz sirvan de advertencia:
que el horrendo fruto del odio, cuyas huellas has visto aquí, no dé nuevas
semillas, ni mañana ni nunca.”
Ochenta años después del Holocausto, el horrendo fruto del odio asoma de
nuevo en discursos como los de Belarra, Rufián o Sánchez. Luchar contra el
antisemitismo es defender la libertad y la justicia universal, porque, como dijo
Sacks, “el odio que comienza con los judíos nunca termina con los judíos”.