Hace unos años, siete u ocho, leí un texto estimulante en su verdad. Lo escribió Valeria Sabater, una psicóloga licenciada por la Universidad de Valencia en el año 2004. La fuente es seria, lo es en su referencia y lo es por su reflexión. Su validez adquirió para mí un especial valor tras asistir estos días a un acto pleno de descortesías del anfitrión hacia los ponentes e invitados.

No importan tantos desportillados intencionales a las formas, quedémonos con lo bueno, con la evocación de Valeria Sabater, relativa a las tribus del Natal, en Sudáfrica, en donde el saludo más común es «Sawubona», que significa literalmente «te veo, eres importante para mí y te valoro». Es una forma de visibilizar al otro, de aceptarlo tal y como es con sus virtudes, matices y también con sus defectos. La respuesta a este saludo es «shikoba»: «Entonces yo existo para ti».
Según Valeria «el término “sawubona”, adquirió trascendencia en los años 90 gracias a un libro de ingeniería y organizaciones inteligentes. En “La quinta disciplina en la práctica”, Peter Sengue, un profesor de la Universidad de Stanford, hablaba de los zulúes y de su magnífica forma de interaccionar y gestionar los problemas entre ellos. Si llegaron a ser una de las civilizaciones más poderosas del continente africano no fue por casualidad. “Sawubona” simbolizaba la importancia de dirigir la propia atención en la otra persona. Era entender su realidad sin prejuicios, descalzos de rencores. Era ser consciente de las necesidades ajenas para dar visibilidad al individuo dentro del grupo, integrarlo como una pieza de valor en la propia comunidad…». Me he acordado de la «otredad», de esa hermosa filosofía incrustada en el Brasil portugués, que citaba con asiduidad e importancia la gran Nélida Piñón.
Frente a nuestras prisas y desentendimientos, a ese hablar circunstancial y apantallado, lleno de símbolos facilitados por las propias máquinas, en el que incluso los corazones evitan cualquier expresividad detenida, reflexiva; ante esas palabras cruzadas de forma rápida y protocolaria en un apretón de manos casual, donde rara vez nos miramos ya a los ojos; como antítesis, «el pueblo zulú promovía la necesidad de ver al otro de forma consciente y pausada. Buscaba ese instante donde mantener un contacto visual relajado, donde mirar y ver. Donde sentir y escuchar. Donde abrazar el alma del otro, aunque esta albergara rincones oscuros, heridas y actos que exigían de algún tipo de reparación por parte de la comunidad».
Sin abandonar la guía de nuestra profesora, recuerdo que «los zulúes mantienen la idea de que los seres humanos existen solo si los demás los ven y los aceptan. Es la comunidad quien hace a la persona. Por tanto, nada puede ser más satisfactorio que ser perdonado tras un error, que dejar ese espacio de soledad donde se habita tras un acto desacertado para retornar a la comunidad, a la comunión del grupo sabiéndose visible, querido y aceptado». En concordancia, “Namasté” es más que una palabra del sánscrito, encierra en ella esos valores que todos deberíamos practicar: la humildad, la gratitud y el reconocimiento. Incluso con los anfitriones que esconden sus propias carencias e intentan imponer desacostumbradas normas de cortesía incluso con los muertos –y lo digo muy en serio, por Vizoso–. La vida no siempre es sueño, por reyes que nos creamos. Segismundo y Calderón lo sabían. Pero hasta los japoneses también hallaron cómo reparar las porcelana desbichinada, el “Kintsugi”, una técnica centenaria nipona que consiste en reparar las piezas de cerámica rotas y en lugar de disimular las rajaduras y las líneas de rotura, se les otorga un nuevo valor y se las hace más visibles utilizando polvo de oro o plata líquida. Esa es la esperanza, más allá de todo monólogo estéril, insípido o caprichoso.
Siendo bienpensados, hasta el Museo Sargadelos de Redondela puede reabrirse sin romper ningún plato
Alberto Barciela
Periodista