“El Teatro y los días”. Alberto Barciela

11 Outubro 2024

El teatro es espejo de la vida o de las costumbres, se aventura como oráculo, o arriesga incluso en vanguardias imprevisibles, en inverosímiles utopías, o no, con sencillez opta por  disimular angustias entre humoradas; por algo más de una hora actúa cual eficaz analgésico relajante.

La escena es drama cuando puede ser representado un texto, y recuerda a la historia con sus crueldades. Comedia lo es en tanto se ríe de la vida. En apoteosis se trastoca en muchos de sus finales… Casi siempre resulta escape eficaz de una realidad atenazante, confusa, estresante. Es máquina del tiempo, arte burlesco o sensual, sugerente, también fingimiento, artificio, farsa, engaño, enredo, burla, pantomima, mascarada, bufonada. La forma interesa, el resultado importa.

En tanto, en las afueras de la sala, la vida sigue a pie, a su propio ritmo, camino de no se sabe dónde, con una cadencia propicia al desastre. Un día cualquiera, mientras en el cosmos hace ese frío estremecedor de las circunstancias, hay que saber abrigarse tras la puerta giratoria de un teatro o de una sala de ocio, aceptar la propuesta de una realidad que puede representar a la misma realidad para propiciar la reflexión, o la evasiva, provocar lágrimas o risa, incitar la crítica o la exaltación de un mito, o de un hecho concreto, denunciar las carencias sociales…

En tanto, digo, la vida sigue, el teatro puede convertirse por un tiempo en el centro del mundo. Acotado a un texto, acomodado a la dimensión de una caja capaz de lo mínimo y de todo un universo, como tablas posibles de lo ínfimo y de los sueños inabarcables o utópicos, o sugerencia de una improvisación, ha de ser para el espectador un humero, un respiradero al fin.

Y todo articulado como arte de birlibirloque, mágico, inexplicable para el profano, exigente para el profesional, para los taquilleros o los sacasillas, para los apuntadores, decoradores, acomodadores, incluso para el público entendido o para el crítico objetivo o el empresario-productor justo. La palabra hecha obra; la obra, espectáculo; el espectáculo, comedia…; en una sucesión en la algunos que se conjuran para provocar una eficaz evasión de la tragedia mundana, de los tiempos apantallados e insufribles. El telón se eleva en liberación para soliloquiar, en un monólogo, declamar un poema, entonar una canción, pronunciar un discurso, enunciar, narrar, hacer creíble un personaje o una acción cualquiera, como en una tramoya que da al traste con los trastos que la vida aporta en sus insoslayables circunstancias… El mérito del logro, previo al aplauso, está en muchos: agonistas, bufones, ingenuos, bobos, tartufos, suripantas, mimos, polichinelas, racionistas, coreógrafos, bailarines, titiriteros, escritores, cuerpo de baile, directores, solos o agrupados como ñaque, actores individuales o en comparsa, en compañía, en coro, para formar y entretener.

En el vasto océano del arte, la interpretación emerge como una de las olas más fascinantes y complejas. No se trata simplemente de reproducir un texto, una melodía o un guion; va más allá. La interpretación es un diálogo íntimo entre el artista y la obra, un proceso donde se entrelazan emociones, experiencias y visiones del mundo.  Cada intérprete se convierte en un viajero, no solo busca el entendimiento de las palabras o las notas, sino que se embarca en una búsqueda de significado que resuena en su propia existencia, en una geografía abarcable. En esencia es un acto de valentía. Requiere que el artista, con ayuda de sus compañeros, se despoje de sus propias inseguridades y se entregue al momento. A través de su voz, su cuerpo, su presencia, invita al público a unirse a a explorar los matices y las profundidades de una experiencia trasmutadora.

El arte de la interpretación está plagado de retos. La velocidad y la inmediatez parecen reinar, encontrar el espacio para la reflexión y la conexión emocional se vuelve una tarea titánica. Es en este contexto donde la figura del intérprete se convierte en un faro, guiando a la audiencia hacia una comprensión más profunda de lo humano. Es un viaje sin fin. Cada actuación, cada presentación, cada personaje, es una oportunidad para redescubrir no solo la obra, sino también a nosotros mismos y proseguir explorando el vasto y misterioso universo del arte y de lo cotidiano.

Es difícil, sino imposible, para un ser, salir ileso de su tiempo. El espectáculo, muy en especial el teatro, cuenta la historia de la condición humana, refleja las realidades sociales, políticas y culturales de cada época, las pasadas y las que han de venir, aborda temas complejos como la injusticia, la opresión, el amor o la esperanza, posibilita la crítica o la reflexión, fomenta la empatía, conecta sensibilidades, pero en lo fundamental ha de resultar un bálsamo, permitir a las personas evadirse. Esta forma de entretenimiento no solo proporciona placer, sino que también puede ofrecer consuelo y expectativas positivas, todo en directo.

El teatro enriquece la vida, esa misma de la que intentamos evadirnos en Madrid en Paris o en Beirut o Gaza, en la paz y en la guerra, en al abundancia y en la crisis, en la ancianidad o en la niñez. Dramático, apasionado, melodramático, desgarrador, grandioso, exuberante, heroico, trágico, lúgubre, espléndido, intenso, majestuoso, enigmático, sobrecogedor, deslumbrante, cómico… nunca indiferente, el espectáculo es como la vida vuelta del revés, capaz de ser ella misma y revertirse en esperanza de sí misma, es máscara y tangibilidad. Seres haciendo de seres, seres siendo otros seres y ellos mismos, seres admirándose de sus propios reflejos, de esos que se esconden tras un telón que sabemos que habrá de bajarse de nuevo pero que volverá a subirse todos los días, en todas las circunstancias, como ha hecho a lo largo de miles de años.

Afuera, en la calle, llueve. Pero ahora ya tenemos fuerzas para sujetar un paraguas de ilusiones que nos ayudarán a comprendernos, a empaparnos de nosotros mismos mientras nos representamos ante los demás.

Alberto Barciela

Periodista

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