En España hace ya algún tiempo que hay más perros que niños. Se observa en muchas calles, plazas y parques y no es una apreciación subjetiva. Concretamente 2,7 millones más de perros que niños. En este contexto se tiene una mascota por cada 2,5 personas y un niño (menor de 14 años) por cada 6.
Hasta no hace mucho, los animales tenían un sentido puramente económico. En las granjas, vacas, ovejas o gallinas eran animales de renta, es decir, a los que se les buscaba un beneficio. Los perros y gatos, aunque alguno entraba en casa, la mayoría vivían fuera. Pero de unos años a esta parte, estos han pasado en muchos casos a ser uno más de la familia.
De todos los signos del fin del mundo (demográfico, moral, social) que esgrimen los apocalípticos, el de la sustitución de los niños por los perros es quizás el más descabellado (¡o tal vez no!).
A la sociedad occidental este asunto de las mascotas se le está yendo de las manos. La creciente y excesiva humanización de los animales, que parece una consecuencia de la crisis del sistema familiar tradicional, ha llegado a extremos insospechados que, si lo pensamos, va en contra de su propia naturaleza. Atribuir a un perro o a un gato sentimientos y actitudes humanas es limitar y anular su condición y esencia animal.
Que haya más perros que niños es consecuencia de cambios sociales que han operado sobre nosotros, y no al revés, como si la abundancia de animales (o recurrir al psicólogo, o hacerse selfies) fuese la consecuencia del narcisismo de nuestras sociedades.
El paradigma imperante hoy es “vida solo hay una y hay que disfrutarla”. Se impone el discurso del confort, del placer, de la diversión, del individualismo, en definitiva del Carpe diem. No solo es cuestión de egoísmo, tener una familia es muy caro, y lo costoso implica renuncias a las que no estamos dispuestos.
Tener hijos ya no es algo valorado. Antes la maternidad se entendía como algo social, público, que afectaba al grupo entero y a su supervivencia. Hoy se percibe como un obstáculo para el éxito laboral y personal. Incluso nos hemos convertido en “niñofóbicos” y “adultocéntricos”. Los niños son el único grupo social vetado en algunos espacios públicos: bodas, cruceros, hoteles y restaurantes. Hasta surgen comunidades de propietarios que no los admiten. En la pandemia quedó claro, los parques infantiles al aire libre fueron lo último que se abrió, por supuesto mucho después que los bares.
Ser padre o madre se ha convertido en un acto de heroísmo en una sociedad que ha sacralizado la autonomía personal. Los jóvenes quieren decidir quiénes son, dónde y cómo quieren estar, y dónde ir. Quieren sentirse libres y nada reduce más su autonomía personal que un hijo que acaba con las decisiones en primera persona del singular.
¿Hacia qué mundo caminamos? Hacia uno muy triste. No habrá a quién pasar la antorcha, a quién transferir lo aprendido, el legado cultural… Que no nazcan niños es síntoma de la decadencia de la civilización.
Como decía Santiago Alba, “Primero murió Pan, el dios rijoso de patas de cabra, y su último grito, según nos cuenta Plutarco, sacudió el Mediterráneo. Después murió Dios, el bueno, el omnipotente, empujado al abismo por la ciencia y el socialismo. Después murió el Hombre, desplazado por azares integrados e invisibles relaciones de poder. A principios del siglo XXI, ¿qué queda? O mejor dicho, ¿qué vuelve?, los animales”.