Los cuarenta diputados conseguidos por Alfonso Rueda el 18-f se sitúan en el justo medio de la
horquilla que, desde Fraga en 1981 hasta hoy, ha marcado el devenir electoral gallego en unos
comicios autonómicos. Desde la punta más alta en los 43 escaños obtenidos por Fraga en 1983,
a los 37 que, en 2005 y en su parte más baja, marcaron el final del presidente vilalbés al
quedarse solo a uno de los 38 que marcan la mayoría absoluta, lo que posibilitó la formación del
bipartito. Por encima de los 40 de Rueda se registraron seis legislaturas: tres de Fraga (1993-
1997-2001) y otras tantas de Feijóo (2012-2016-2020). Por debajo, las tres restantes (Fraga
1989 y 2005 y Feijóo, 2009).
El recuento que encabeza estas líneas viene a ratificar lo que ya aseguramos aquí en anterior
comentario al recordar que, frente al incomprensible nerviosismo imperante en la última de las
campañas, había un poso, una trayectoria, una imbricación del Partido Popular con el electorado
gallego que hacía más que predecible la repetición de una nueva mayoría absoluta. Para
jugárselo al todo o nada, vamos.
Al margen de esa sinergia que en Galicia es marca de la casa, Rueda se situó, como decimos, en
el medio de la horquilla, lo que supone que además de verse favorecido por ese permanente
viento de cola que empuja a los populares a San Caetano hay parte de cosecha propia en ese
tranquilizador resultado, justo ahora cuando realmente comienza su etapa en la Xunta una vez
agotada esa sensación de prestado que representaron el año y 3 meses de su desempeño, por
delegación, al frente del Ejecutivo gallego. Un tercer y no desdeñable motor del triunfo de la
derecha hay que achacarlo a la percepción por el electorado de un preocupante ascenso del
nacionalismo más radical y, junto a ello, la amenaza seria de una profunda alteración política
del actual estado de cosas de mano de la izquierda devenida en plurinacional, lo que podría
acarrear una grave alteración en el secular modo de ser pausado de los habitantes de esta
esquina del Noroeste.
A lo que importa de esta crónica, Alfonso Rueda se sitúa, tras los comicios, en el punto cero de
lo que será su personal trayectoria al frente del Gobierno autonómico, despojada ya su
legitimidad de las “tutelas y tutías” que recordaba el viejo león de Vilalba.
Y es justamente ahí donde, independientemente de lo largo o corto que sea esa nueva era, nos
sitúa el minuto presente. Porque a partir de ahora las políticas que se lleven a la práctica serán
responsabilidad, en sus aciertos y en sus errores, del presidente electo.
Y un primer indicio o, más que eso, fijación de ruta lo va a representar la formación del nuevo
Gobierno de la Xunta. Esa es acaso la clave de bóveda, el principal sostén que habrá de
mantener en pie el entramado de la política autonómica, por lo que entraña una decisión capital.
Es ya lugar común unánimemente aceptado que una parte nada desdeñable de las iniciativas y
empresas que logran la cima lo hacen porque sus dirigentes han sabido rodearse de los mejores.
Lo predicaron con plena convicción y lo ejecutaron Amancio Ortega o el fallecido Steve Jobs y
no les fue mal.
Rueda afronta esa primera responsabilidad desde la -públicamente reconocida- atadura anímica
que mantiene respecto de quienes le acompañaron en el camino, con la voluntad también
expresada de no hacer grandes revoluciones y, acaso, con el hándicap añadido de plegarse –o
no- al pago de favores territorial en función de los resultados provinciales. Un triple error, si
esos condicionantes se mantienen. Es más, existen sospechas entre una muy informada parte de
la sociedad política gallega de si la vía de los afectos traspasará barreras que supondrían
incontroladas espadas de Damocles para el presidente. Y hasta se cruzan apuestas sobre ello.
Sería la cuarta y más grave de las equivocaciones.
Galicia tiene retos ineludibles que afrontar para los que se precisa a los mejores, a
aquellos que, como destacaba Jobs, más que destacarse por seguir procesos, entienden
los contenidos. Es decir, más que copiar, innovan. Antes que reglamentar, proponen. Y
en la actual Xunta en funciones hay dos nítidos ejemplos de esa forma de entender la
responsabilidad política. Sanidad y Educación (que no Cultura). Todo lo demás es
prescindible por seguir atados a los procesos. Aquéllos, proponen; éstos, no se salen de
la ciénaga de las limosneras subvenciones mal entendidas.
Y Galicia ya está harta de ser un pueblo subvencionado.