Cuando el tiempo acompaña, es decir hace frío y uno dispone de un poco, un buen plan es ver una película con chocolate caliente y manta. A Sir Francis Bacon le gustaba aconsejar: Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer, y yo añadiría también viejas películas para recordar. Por eso escogí “Esta tierra es mía” de Jean Renoir, hijo del pintor impresionista francés, Pierre-Auguste Renoir.
Existen películas inspiradoras, de esas que tras un buen discurso te dan ganas de levantarte y aplaudir, las hay valientes, que por su contenido y por el momento en el que se ruedan, merecen todo nuestro respeto, y también existen títulos que como Esta tierra es mía (1943), que son valientes, veraces, directas y muy humanas.
La historia transcurre en un pueblo francés ocupado por los nazis, donde los vecinos pueden continuar con su vida cotidiana si colaboran con los invasores.
A pesar de todo, se despierta la chispa de la resistencia, que termina involucrando al Sr. Lory (interpretado espléndidamente por Charles Laughton), un timorato maestro de escuela que vive acomplejado, sometido a una madre asfixiante y enamoradísimo de su joven compañera, la Srta. Martin (Maureen O’Hara).
En la película, con un guion inteligente, se expone el dilema del honor y la libertad en contraposición a la necesidad de someterse a fin de mantener la paz, evitar la tortura y, si es posible, salvar la vida. Sus personajes son tridimensionales, complejos y siempre cargados de razones. Alejándose del fácil maniqueísmo, los buenos no son héroes de folletín y ni siquiera los nazis son monstruos sangrientos sin rostro. El mayor von Keller (Walter Slezak), noes un desalmado ignorante movido por su brutalidad, es un hombre refinado, con estudios, que alberga en su interior ideas terribles y desprecio hacia los otros, pero que busca la paz después de la mortífera victoria. Los soldados rasos cumplen órdenes, pero son afables con los que colaboran. Ninguno tiene la inconsciencia del fanático.
Las circunstancias de cada habitante son diferentes. Vemos el valor y la fortaleza de quien aparentemente insignificante no tiene nada que perder, frente a los que tienen poder y algo que defender, que prefieren someterse.
Vemos la importancia de la educación y la cultura como medio de contrarrestar los totalitarismos. Vemos como la palabra puede aterrar y movilizar a más gente que las armas. Vemos una historia maravillosa.
Es imposible no emocionarse con el discurso final, cuando el profesor Lory lee a sus alumnos varios artículos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y les dice que, “He de irme. No por perjudicar a la sociedad, que sois vosotros, sino porque perjudico a la tiranía”. Cuando los soldados alemanes le sacan de la escuela para fusilarlo, se pone por primera y única vez las manos en los bolsillos y sale, tranquilamente, a dar su último paseo, indiferente a su suerte, sabedor de que su gesto quedará en la retina de sus jóvenes alumnos.
La cinta es un tributo al coraje de aquellos que anónimamente arriesgaron y dieron su vida para desafiar la ofensa y humillación causadas por conquistadores prepotentes. Una lección válida aun hoy en muchos países, incluido el nuestro, décadas después del delirio fascista.