Como clarividente resumen de lo que ha sido a lo largo de los siglos la historia de esta nuestra
Nación suele citarse la frase, de discutida atribución al que fuera canciller del Reich Alemán en
las últimas décadas del S. XIX, Otto von Bismarck, que aseguraba que “España es el país más
fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han conseguido”.
Cierta o no en su asignación, hay pocas dudas de que definía en certeras palabras a un país
que por aquellos años, cuando supuestamente Bismarck la pronunció, había vivido uno de los
siglos más violentos y convulsos de su historia.
La firma, el jueves 9-N, del acuerdo entre PSOE y Junts para garantizarse Sánchez la investidura
con siete votos independentistas no es sino el actualizado ejemplo de aquel tan certero
diagnóstico, por cuanto supone la conculcación de los principios más elementales y capitales
de toda democracia: la división de poderes, la igualdad entre ciudadanos, el respeto a las
leyes, con la consecuente conculcación del Estado de derecho.
Por si duda quedara, lo refrendan, en sus respectivos y preocupados comunicados, el Consejo
General del Poder Judicial, las cuatro asociaciones de jueces más representativas –incluida la
de manifiesta tendencia izquierdista-, las tres agrupaciones de fiscales, decanos de casi un
centenar de partidos judiciales, un centenar de abogados del Estado, amén de asociaciones de
la abogacía, inspectores de Hacienda, Cámaras de Comercio o el sindicato de inspectores de
Trabajo.
Visto desde Galicia y con unas elecciones autonómicas en puertas, asombra el enfervorizado
voluntarismo –hasta el punto de integrar (?) el equipo negociador- de quien será el candidato
socialista a la presidencia de la Xunta, José María López Besteiro, por un acuerdo tan
discriminatorio para Galicia, vendiendo como gran logro las migajas caídas de la mesa de la
más que fructífera financiación de Cataluña, que habremos de pagar también los gallegos. Que
el BNG se sumara a la fiesta a cambio de una reducción de exigencias respeto de las
negociadas en anterior investidura, y que ni siquiera fueron cumplidas, no asombra ya a nadie.
Sabemos de su conocida vocación de dispararse una y otra vez en el pie, de los distintos
discursos según sean en Madrid o Galicia, como también es conocido su permanente
seguidismo –¡Sí, Bwana!- de las propuestas catalanas y vascas, casi siempre -¡Ay!- a costa de
los interés gallegos.
La buscada fecha para hacer coincidir el anuncio del acuerdo -firmado el martes- en data tan
reivindicativa para los catalanes como el 9-N –consulta popular convocada por Artur Mas en
2014- no es sino la guinda del desprestigio en que Puigdemont convirtió al PSOE patrio, como
recochineo y burla de quien se sabe con la llave de la gobernabilidad en la mano ante un
candidato con la única obsesión de hacerse con el poder saltando cuantas líneas rojas se le
pongan delante.
Pero lo verdaderamente sorprendente es que una no despreciable parte de una sociedad
como la española, que se presume civilizada, se decante por la mentira, por el engaño, por la
conculcación de sus propios derechos democráticos como justificantes para impedir la
alternancia partidista que es también, en cuanto que garante de la pluralidad, base
incuestionable de la democracia. Un lamentable silencio de los corderos que sólo se justifica
como consecuencia del absoluto grado de deterioro de la educación en este país desde que el
Cojo Manteca se subiera a una farola y desde que las leyes de enseñanza socialistas
impusieran el adoctrinamiento –¡y se decían seguidores de la Escuela Libre de Enseñanza!-
antes que la potenciación del criterio propio, documentado y analítico, en los alumnos.
No cabe otra explicación para los tan repetidos episodios de borreguil seguidismo de lo que
mande el líder, a semejanza de los incontestables ayatolás o chamanes, por más grande que, a
cada paso, sea la mentira, el engaño, la felonía propuesta, en la más evidente y continuada
aplicación de la ventana de Overton por parte de la larga lista –más de 800- de intoxicadores a
sueldo en La Moncloa. Es más, el tan polémico ‘lawfare’, a todas luces inconstitucional, no es
sino el trampantojo, el señuelo, el listón máximo para, a su sombra y una vez retirado –más
Overton-, dar legalidad a la amnistía. Al tiempo.
Fueron unos medios de comunicación patrios, dócil y generosamente apesebrados los que,
desde tiempos del inefable Zapatero, hicieron la labor de zapa, de desbroce, de indesmayables
dispensadores de la dosificación -mínima pero precisa- para la inculcación diaria del veneno de
la desinformación y la manipulación y de relatividad de las leyes, sembrando la semilla del odio
al semejante que acabó por calar en buena parte de la ciudadanía. Apoyados, eso sí, en la hábil
utilización de las redes sociales, ésas que Umberto Eco describió tan certeramente como las
“máquinas del fango”.
Todo ello, también hay que significarlo, por la más palmaria candidez y bobería, rayana en lo
patológico, de una derecha que autoconvencida de la permanencia de los valores que defiende
dejó todo el campo comunicativo abierto a esa permanente siembra de odio y del engaño que,
cual lluvia fina, pronto fructificó en el campo yermo de una sociedad acrítica. Y en esa tan
perniciosa ingenuidad continúan.
Ahora, consumada la infamia antidemocrática y enterrado Montesquieu –esta vez sí y no
cuando lo achacaban a Guerra-, viene a la memoria la conocida cita de Martin Niemöller –que
popularizaría un año después Bertolt Brech: ”Y ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde”.
¿Quedará una mínima esperanza en una sociedad civil dispuesta a despertar de su letargo?.
Las calles lo esperan.