
París es la ciudad de la Gioconda, del clasicismo, de las vanguardias, de la música y del amor. Es todo esto y más, pero también puede ser una ciudad muy fría, gélida (no me refiero al clima) y hasta desalmada, donde la gente no
mira a la gente, donde nadie ve a nadie, donde puedes morirte en la calle, en
medio de la multitud, sin que nadie se dé cuenta, sin que importe a nadie.
René Robert era un fotógrafo amante del flamenco. Tenía 84 años, hacia las 9
de la noche, mientras paseaba por el entorno de la concurrida plaza de la
República, se desplomó y ahí se quedó, en la acera, entre una tienda de vinos
y una óptica. Paralizado, a la vista de los que salían del trabajo a toda prisa, los paseantes que iban o venían de los cafés, los turistas.
Pasaron horas y nadie lo socorrió, nadie se fijó en él. Las calles se vaciaron pero él seguía allí. Hacia las seis y media de la mañana, casi diez horas después de su caída, un indigente llamó a emergencias. Aún estaba vivo, pero no pudo superar las heridas de la cabeza y una hipotermia severa. René “Fue asesinado por la indiferencia”, como ha dicho su amigo, el periodista Michel Mompontent.
Hablar de la muerte de una sola persona en medio de la que está cayendo puede parecer el argumento de un relato efímero. Pero no lo es. Hay muchas muertes como esta, pero no nos enteramos, porque son las víctimas anónimas de la indiferencia. No jugaré el papel de moralista ofendido, acaso porque yo
mismo hubiera pasado por allí sin mirarlo, o tal vez de hacerlo, continuaría mi camino pensando que seguramente sería un borracho o un drogadicto, durmiendo la mona o la pesadilla de su adicción y que nada podía hacer por él.
Decía Orson Wells que nacemos solos, vivimos solos y morimos solos. Nos hemos convertido en una sociedad individualista caracterizada por el aislamiento, la indiferencia y el miedo. “No mires a los ojos de la gente”, cantaba Golpes Bajos, intuyendo que son siempre un espejo. Un espejo que refleja seres humanos deshumanizados, ajenos a los gritos de miles de silenciosas gargantas que sufren alrededor. ¿En qué momento perdimos, si es que algún día existieron, la sensibilidad, los principios y los valores?
Mezquinamente, nos preocupa más la corrupción de los políticos, el medioambiente y los “derechos” de los animales, o el perder el poder adquisitivo que satisface nuestros lujos, que la obligación ética de tomar conciencia del sufrimiento de los otros seres humanos.
Freud afirma que lo contrario al amor no es el odio sino la indiferencia, actitud propia de nuestro tiempo que prescinde de la verdad, del bien, del amor, de la justicia. Lo mismo da la verdad que el error, el bien que el mal, el amor que el odio, la justicia que la injusticia.
“Más que los actos de los malos, me horroriza la indiferencia de los buenos” (Gandhi). Aquí radica el problema de una Sociedad que vive con prisa y que es capaz de pasar junto a un cuerpo humano caído en el suelo, apretar el paso, y mirar para otro lado. Esta trágica muerte revela algo horrible sobre nuestra solidaridad con el prójimo: “París lleno, la ciudad de la luz, bares, restaurantes.
La humanidad, tan inhumana, y esta pregunta: ¿cómo hemos podido llegar a este punto?”